miércoles, 24 de marzo de 2010

CIENCIA Y ESPERANZA

Este es un capítulo del libro de Carl Sagan El Mundo y sus Demonios

Yo fui niño en una época de esperanza. Quise ser científico desde mis
primeros días de escuela. El momento en que cristalizó mi deseo llegó
cuando capté por primera vez que las estrellas eran soles poderosos, cuando
constaté lo increíblemente lejos que debían de estar para aparecer como
simples puntos de luz en el cielo. No estoy seguro de que entonces supiera
siquiera el significado de la palabra «ciencia», pero de alguna manera quería
sumergirme en toda su grandeza. Me llamaba la atención el esplendor del
universo, me fascinaba la perspectiva de comprender cómo funcionan
realmente las cosas, de ayudar a descubrir misterios profundos, de explorar
nuevos mundos... quizá incluso literalmente. He tenido la suerte de haber
podido realizar este sueño al menos en parte. Para mí, el romanticismo de la
ciencia sigue siendo tan atractivo y nuevo como lo fuera aquel día, hace más
de medio siglo, que me enseñaron las maravillas de la Feria Mundial de
1939.
Popularizar la ciencia —intentar hacer accesibles sus métodos y
descubrimientos a los no científicos— es algo que viene a continuación, de
manera natural e inmediata. No explicar la ciencia me parece perverso.
Cuando uno se enamora, quiere contarlo al mundo. Este libro es una
declaración personal que refleja mi relación de amor de toda la vida con la
ciencia.
Pero hay otra razón: la ciencia es más que un cuerpo de
conocimiento, es una manera de pensar. Preveo cómo será la América de la
época de mis hijos o nietos: Estados Unidos será una economía de servicio e
información; casi todas las industrias manufactureras clave se habrán
desplazado a otros países; los temibles poderes tecnológicos estarán en
manos de unos pocos y nadie que represente el interés público se podrá
acercar siquiera a los asuntos importantes; la gente habrá perdido la
capacidad de establecer sus prioridades o de cuestionar con conocimiento a
los que ejercen la autoridad; nosotros, aferrados a nuestros cristales y
consultando nerviosos nuestros horóscopos, con las facultades críticas en
declive, incapaces de discernir entre lo que nos hace sentir bien y lo que es
cierto, nos iremos deslizando, casi sin darnos cuenta, en la superstición y la
oscuridad.
La caída en la estupidez de Norteamérica se hace evidente
principalmente en la lenta decadencia del contenido de los medios de
comunicación, de enorme influencia, las cuñas de sonido de treinta segundos
(ahora reducidas a diez o menos), la programación de nivel ínfimo, las
crédulas presentaciones de pseudociencia y superstición, pero sobre todo en
una especie de celebración de la ignorancia. En estos momentos, la película
en vídeo que más se alquila en Estados Unidos es Dumb and Dumber. Beavis
y Buttheadi siguen siendo populares (e influyentes) entre los jóvenes
espectadores de televisión. La moraleja más clara es que el estudio y el
conocimiento —no sólo de la ciencia, sino de cualquier cosa— son
prescindibles, incluso indeseables.
Hemos preparado una civilización global en la que los elementos más
cruciales —el transporte, las comunicaciones y todas las demás industrias; la
agricultura, la medicina, la educación, el ocio, la protección del medio
ambiente, e incluso la institución democrática clave de las elecciones—
dependen profundamente de la ciencia y la tecnología. También hemos
dispuesto las cosas de modo que nadie entienda la ciencia y la tecnología.
Eso es una garantía de desastre. Podríamos seguir así una temporada pero,
antes o después, esta mezcla combustible de ignorancia y poder nos explotará
en la cara.
Una vela en la oscuridad es el título de un libro valiente, con
importante base bíblica, de Thomas Ady, publicado en Londres en 1656, que
ataca la caza de brujas que se realizaba entonces como una patraña «para
engañar a la gente». Cualquier enfermedad o tormenta, cualquier cosa fuera
de lo ordinario, se atribuía popularmente a la brujería. Las brujas deben
existir: Ady citaba el argumento de los «traficantes de brujas»: «¿cómo si no
existirían, o llegarían a ocurrir esas cosas?» Durante gran parte de nuestra
historia teníamos tanto miedo del mundo exterior, con sus peligros
impredecibles, que nos abrazábamos con alegría a cualquier cosa que
prometiera mitigar o explicar el terror. La ciencia es un intento, en gran
medida logrado, de entender el mundo, de conseguir un control de las cosas,
de alcanzar el dominio de nosotros mismos, de dirigirnos hacia un camino
seguro. La microbiología y la meteorología explican ahora lo que hace sólo
unos siglos se consideraba causa suficiente para quemar a una mujer en la
hoguera.
Ady también advertía del peligro de que «las naciones perezcan por
falta de conocimiento». La causa de la miseria humana evitable no suele ser
tanto la estupidez como la ignorancia, particularmente la ignorancia de
nosotros mismos. Me preocupa, especialmente ahora que se acerca el fin del
milenio, que la pseudociencia y la superstición se hagan más tentadoras de
año en año, el canto de sirena más sonoro y atractivo de la insensatez.
¿Dónde hemos oído eso antes? Siempre que afloran los prejuicios étnicos o
nacionales, en tiempos de escasez, cuando se desafía a la autoestima o vigor
nacional, cuando sufrimos por nuestro insignificante papel y significado
cósmico o cuando hierve el fanatismo a nuestro alrededor, los hábitos de
pensamiento familiares de épocas antiguas toman el control.
La llama de la vela parpadea. Tiembla su pequeña fuente de luz.
Aumenta la oscuridad. Los demonios empiezan a agitarse.
---ooo---
Es mucho lo que la ciencia no entiende, quedan muchos misterios
todavía por resolver. En un universo que abarca decenas de miles de millones
de años luz y de unos diez o quince miles de millones de años de antigüedad,
quizá siempre será así. Tropezamos constantemente con sorpresas. Sin
embargo, algunos escritores y religiosos de la «Nueva Era» afirman que los
científicos creen que «lo que ellos encuentran es todo lo que existe». Los
científicos pueden rechazar revelaciones místicas de las que no hay más
prueba que lo que dice alguien, pero es difícil que crean que su conocimiento
de la naturaleza es completo.
La ciencia está lejos de ser un instrumento de conocimiento perfecto.
Simplemente, es el mejor que tenemos. En este sentido, como en muchos
otros, es como la democracia. La ciencia por sí misma no puede apoyar
determinadas acciones humanas, pero sin duda puede iluminar las posibles
consecuencias de acciones alternativas.
La manera de pensar científica es imaginativa y disciplinada al
mismo tiempo. Ésta es la base de su éxito. La ciencia nos invita a aceptar los
hechos, aunque no se adapten a nuestras ideas preconcebidas. Nos aconseja
tener hipótesis alternativas en la cabeza y ver cuál se adapta mejor a los
hechos. Nos insta a un delicado equilibrio entre una apertura sin barreras a las
nuevas ideas, por muy heréticas que sean, y el escrutinio escéptico más
riguroso: nuevas ideas y sabiduría tradicional. Esta manera de pensar también
es una herramienta esencial para una democracia en una era de cambio.
Una de las razones del éxito de la ciencia es que tiene un mecanismo
incorporado que corrige los errores en su propio seno. Quizá algunos
consideren esta caracterización demasiado amplia pero, para mí, cada vez que
ejercemos la autocrítica, cada vez que comprobamos nuestras ideas a la luz
del mundo exterior, estamos haciendo ciencia. Cuando somos
autoindulgentes y acríticos, cuando confundimos las esperanzas con los
hechos, caemos en la pseudociencia y la superstición.
Cada vez que un estudio científico presenta algunos datos, va
acompañado de un margen de error: un recordatorio discreto pero insistente
de que ningún conocimiento es completo o perfecto. Es una forma de medir
la confianza que tenemos en lo que creemos saber. Si los márgenes de error
son pequeños, la precisión de nuestro conocimiento empírico es alta; si son
grandes, también lo es la incertidumbre de nuestro conocimiento. Excepto en
matemática pura, nada se sabe seguro (aunque, con toda seguridad, mucho es
falso).
Además, los científicos suelen ser muy cautos al establecer la
condición verídica de sus intentos de entender el mundo —que van desde
conjeturas e hipótesis, que son provisionales, hasta las leyes de la naturaleza,
repetida y sistemáticamente confirmadas a través de muchos interrogantes
acerca del funcionamiento del mundo. Pero ni siquiera las leyes de la
naturaleza son absolutamente ciertas. Puede haber nuevas circunstancias
nunca examinadas antes —sobre los agujeros negros, por ejemplo, o dentro
del electrón, o acerca de la velocidad de la luz— en las que incluso nuestras
loadas leyes de la naturaleza fallan y, por muy válidas que puedan ser en
circunstancias ordinarias, necesitan corrección.
Los humanos podemos desear la certeza absoluta, aspirar a ella, pretender
como hacen los miembros de algunas religiones que la hemos logrado. Pero
la historia de la ciencia —sin duda la afirmación de conocimiento accesible a
los humanos de mayor éxito— nos enseña que lo máximo que podemos
esperar es, a través de una mejora sucesiva de nuestra comprensión,
aprendiendo de nuestros errores, tener un enfoque asintótico del universo,
pero con la seguridad de que la certeza absoluta siempre se nos escapará.
Siempre estaremos sujetos al error. Lo máximo que puede esperar
cada generación es reducir un poco el margen de error y aumentar el cuerpo
de datos al que se aplica. El margen de error es una autovaloración
penetrante, visible, de la fiabilidad de nuestro conocimiento. Se puede ver a
menudo el margen de error en encuestas de opinión pública («una
inseguridad de más o menos tres por ciento», por ejemplo). Imaginemos una
sociedad en la que todo discurso en el Parlamento, todo anuncio de
televisión, todo sermón fuera acompañado de un margen de error o su
equivalente.
Uno de los grandes mandamientos de la ciencia es: «Desconfía de los
argumentos que proceden de la autoridad.» (Desde luego, los científicos,
siendo primates y dados por tanto a las jerarquías de dominación, no siempre
siguen este mandamiento.) Demasiados argumentos de este tipo han resultado
ser dolorosamente erróneos. Las autoridades deben demostrar sus opiniones
como todos los demás. Esta independencia de la ciencia, su reluctancia
ocasional a aceptar la sabiduría convencional, la hace peligrosa para doctrinas
menos autocríticas o con pretensiones de certidumbre.
Como la ciencia nos conduce a la comprensión de cómo es el mundo
y no de cómo desearíamos que fuese, sus descubrimientos pueden no ser
inmediatamente comprensibles o satisfactorios en todos los casos. Puede
costar un poco de trabajo reestructurar nuestra mente. Parte de la ciencia es
muy simple. Cuando se complica suele ser porque el mundo es complicado, o
porque nosotros somos complicados. Cuando nos alejamos de ella porque
parece demasiado difícil (o porque nos la han enseñado mal) abandonamos la
posibilidad de responsabilizarnos de nuestro, futuro. Se nos priva de un
derecho. Se erosiona la confianza en nosotros mismos.
Pero cuando atravesamos la barrera, cuando los descubrimientos y
métodos de la ciencia llegan hasta nosotros, cuando entendemos y ponemos
en uso este conocimiento, muchos de nosotros sentimos una satisfacción
profunda. A todo el mundo le ocurre eso, pero especialmente a los niños, que
nacen con afán de conocimiento, conscientes de que deben vivir en un futuro
moldeado por la ciencia, pero a menudo convencidos en su adolescencia de
que la ciencia no es para ellos. Sé por experiencia, tanto por habérmela
explicado a mí como por mis intentos de explicarla a otros, lo gratificante que
es cuando conseguimos entenderla, cuando los términos oscuros adquieren
significado de golpe, cuando captamos de qué va todo, cuando se nos revelan
profundas maravillas.
En su encuentro con la naturaleza, la ciencia provoca
invariablemente reverencia y admiración. El mero hecho de entender algo es
una celebración de la unión, la mezcla, aunque sea a escala muy modesta, con
la magnificencia del cosmos. Y la construcción acumulativa de conocimiento
en todo el mundo a lo largo del tiempo convierte a la ciencia en algo que no
está muy lejos de un meta-pensamiento transnacional, transgeneracional.
«Espíritu» viene de la palabra latina «respirar». Lo que respiramos es
aire, que es realmente materia, por sutil que sea. A pesar del uso en sentido
contrario, la palabra «espiritual» no implica necesariamente que hablemos de
algo distinto de la materia (incluyendo la materia de la que está hecho el
cerebro), o de algo ajeno al reino de la ciencia. En ocasiones usaré la palabra
con toda libertad. La ciencia no sólo es compatible con la espiritualidad sino
que es una fuente de espiritualidad profunda. Cuando reconocemos nuestro
lugar en una inmensidad de años luz y en el paso de las eras, cuando
captamos la complicación, belleza y sutileza de la vida, la elevación de este
sentimiento, la sensación combinada de regocijo y humildad, es sin duda
espiritual. Así son nuestras emociones en presencia del gran arte, la música o
la literatura, o ante los actos de altruismo y valentía ejemplar como los de
Mohadma Gandhi o Martín Luther King, Jr. La idea de que la ciencia y la
espiritualidad se excluyen mutuamente de algún modo presta un flaco
servicio a ambas.
---ooo---
La ciencia puede ser difícil de entender. Puede desafiar creencias
arraigadas. Cuando sus productos se ponen a disposición de políticos o
industriales, puede conducir a las armas de destrucción masiva y a graves
amenazas al entorno. Pero debe decirse una cosa a su favor: cumple su
cometido.
No todas las ramas de la ciencia pueden presagiar el futuro —la
paleontología, por ejemplo— pero muchas sí, y con una precisión asombrosa.
Si uno quiere saber cuándo será el próximo eclipse de sol, puede preguntar a
magos o místicos, pero le irá mucho mejor con los científicos. Le dirán dónde
colocarse en la Tierra, para verlo, cuándo debe hacerlo y si será un eclipse
parcial, total o anular. Pueden predecir rutinariamente un eclipse solar, al
minuto, con un milenio de anticipación. Una persona puede ir a ver a un
brujo para que le quite el sortilegio que le provoca una anemia perniciosa, o
puede tomar vitamina B12. Si quiere salvar de la polio a su hijo, puede rezar
o puede vacunarle. Si le interesa saber el sexo de su hijo antes de nacer,
puede consultar todo lo que quiera a los adivinos que se basan en el
movimiento de la plomada (derecha-izquierda, un niño; adelante-atrás, una
niña... o quizá al revés) pero, como promedio, acertarán sólo una de cada dos
veces. Si quiere precisión (en este caso del noventa y nueve por ciento),
pruebe la amniocentesis y las ecografías. Pruebe la ciencia.
Pensemos en cuántas religiones intentan justificarse con la profecía.
Pensemos en cuánta gente confía en esas profecías, por vagas que sean, por
irrealizables que sean, para fundamentar o apuntalar sus creencias. Pero ¿ha
habido alguna religión con la precisión profética y la exactitud de la ciencia?
No hay ninguna religión en el planeta que no ansíe una capacidad comparable
—precisa y repetidamente demostrada ante escépticos redomados— para
presagiar acontecimientos futuros. No hay otra institución humana que se
acerque tanto.
¿Es todo eso adoración ante el altar de la ciencia? ¿Es reemplazar una
fe por otra, igualmente arbitraria? Desde mi punto de vista, en absoluto. El
éxito de la ciencia, directamente observado, es la razón por la que defiendo su
uso. Si funcionara mejor otra cosa, la defendería. ¿Se aísla la ciencia de la
crítica filosófica? ¿Se define a sí misma como poseedora de un monopolio de
la «verdad»? Pensemos nuevamente en este eclipse futuro a miles de años
vista. Comparemos todas las doctrinas que podamos, veamos qué
predicciones hacen del futuro, cuáles son vagas y cuáles precisas, y qué
doctrinas —cada una de ellas sujeta a la falibilidad humana— tienen
mecanismos incorporados de corrección de errores. Tomemos nota del hecho
que ninguna de ellas es perfecta. Luego tomemos la que razonablemente
puede funcionar (en oposición a la que lo parece) mejor. Si hay diferentes
doctrinas que son superiores en campos distintos e independientes, desde
luego somos libres de elegir varias, pero no si se contradicen una a otra.
Lejos de ser idolatría, es el medio a través del que podemos distinguir a los
ídolos falsos de los auténticos.
Nuevamente, la razón por la que la ciencia funciona tan bien es en
parte este mecanismo incorporado de corrección de errores. En la ciencia no
hay preguntas prohibidas, no hay temas demasiado sensibles o delicados para
ser explorados, no hay verdades sagradas. Esta apertura a nuevas ideas,
combinada con el escrutinio más riguroso y escéptico de todas las ideas,
selecciona el trigo de la cizaña. No importa lo inteligente, venerable o
querido que sea uno. Debe demostrar sus ideas ante la crítica decidida y
experta. Se valoran la diversidad y el debate. Se alienta la formulación de
opiniones en disputa, sustantivamente y en profundidad.
El proceso de la ciencia puede parecer confuso y desordenado. En
cierto modo lo es. Si uno examina la ciencia en su aspecto cotidiano, desde
luego encuentra que los científicos ocupan toda la gama de emociones,
personalidades y caracteres humanos. Pero hay una faceta realmente
asombrosa para el observador externo, y es el nivel de crítica que se
considera aceptable o incluso deseable. Los aprendices de científicos reciben
mucho calor e inspirado aliento de sus tutores. Pero el pobre licenciado, en su
examen oral de doctorado, está sujeto a un mordaz fuego cruzado de
preguntas de unos profesores que precisamente tienen el futuro del candidato
en sus manos. Naturalmente, el doctorado se pone nervioso; ¿quién no?
Cierto, se ha preparado para ello durante años. Pero entiende que, en este
momento crítico, tiene que ser capaz de responder las minuciosas preguntas
que le planteen los expertos. Así, cuando se prepara para defender su tesis,
debe practicar un hábito de pensamiento muy útil: tiene que anticipar las
preguntas, tiene que preguntarse: ¿En qué punto flaquea mi disertación? Será
mejor que lo identifique yo antes que otros.
El científico participa en reuniones y discusiones. Se encuentra en
coloquios universitarios en los que apenas el ponente lleva treinta segundos
hablando cuando la audiencia le plantea preguntas y comentarios
devastadores. Analiza las condiciones para entregar un artículo a una revista
científica para su posible publicación, lo envía al editor y luego éste lo
somete a árbitros anónimos cuya tarea es preguntarse: ¿Lo que ha hecho el
autor es una estupidez? ¿Hay algo aquí lo bastante interesante para ser
publicado? ¿Cuáles son las deficiencias de este estudio? Los resultados
principales ¿han sido encontrados por alguien más? ¿El argumento es
adecuado, o el autor debería someter el informe de nuevo después de
demostrar realmente lo que aquí es sólo una especulación? Y es anónimo: el
autor no sabe quiénes son los críticos. Esta es la práctica diaria de la
comunidad científica.
¿Por qué soportamos todo eso? ¿Nos gusta que nos critiquen? No, a
ningún científico le gusta. Todo científico siente un afecto de propietario por
sus ideas y descubrimientos. Con todo, no replicamos a los críticos: espera un
momento, de verdad que es buena idea, me gusta mucho, no te hace ningún
daño, por favor, déjala en paz. En lugar de eso, la norma dura pero justa es
que si las ideas no funcionan, debemos descartarlas. No gastes neuronas en lo
que no funciona. Dedica esas neuronas a ideas nuevas que expliquen mejor
los datos. El físico británico Michael Faraday advirtió de la poderosa
tentación de buscar las pruebas y apariencias que están a favor de nuestros
deseos y desatender las que se oponen a ellos...
Recibimos como favorable lo que concuerda con [nosotros], nos resistimos
con desagrado a lo que se nos opone; mientras todo dictado del sentido común
requiere exactamente lo contrario.
Las críticas válidas te hacen un favor.
Hay gente que considera arrogante a la ciencia, especialmente cuando
pretende contradecir creencias arraigadas o cuando introduce conceptos
extraños que parecen contrarios al sentido común. Como un terremoto que
sacude nuestra fe en el terreno donde nos hallamos, desafiar nuestras
creencias tradicionales, zarandear las doctrinas en las que hemos confiado,
puede ser profundamente perturbador. Sin embargo, mantengo que la ciencia
es parte integrante de la humildad. Los científicos no pretenden imponer sus
necesidades y deseos a la naturaleza, sino que humildemente la interrogan y
se toman en serio lo que encuentran. Somos conscientes de que científicos
venerados se han equivocado. Entendemos la imperfección humana.
Insistimos en la verificación independiente —hasta donde sea posible— y.
cuantitativa de los principios de creencia que se proponen. Constantemente
estamos clavando el aguijón, desafiando, buscando contradicciones o
pequeños errores persistentes, residuales, proponiendo explicaciones
alternativas, alentando la herejía. Damos nuestras mayores recompensas a los
que refutan convincentemente creencias establecidas.
Aquí va uno de los muchos ejemplos: las leyes de movimiento y la
ley de cuadrado inverso de gravitación asociadas con el nombre de Isaac
Newton están consideradas con razón entre los máximos logros de la especie
humana. Trescientos años después, utilizamos la dinámica newtoniana para
predecir los eclipses. Años después del lanzamiento, a miles de millones de
kilómetros de la Tierra (con sólo pequeñas correcciones de Einstein), la nave
espacial llega de manera magnífica a un punto predeterminado en la órbita
del objetivo mientras el mundo va moviéndose lentamente. La precisión es
asombrosa. Sencillamente, Newton sabía lo que hacía.
Pero los científicos no se han conformado con dejarlo como estaba.
Han buscado con persistencia grietas en la armadura newtoniana. A grandes
velocidades y fuertes gravedades, la física newtoniana se derrumba. Éste es
uno de los grandes descubrimientos de la relatividad especial y general de
Albert Einstein y una de las razones por las que se honra de tal modo su
memoria. La física newtoniana es válida en un amplio espectro de
condiciones, incluyendo las de la vida cotidiana. Pero, en ciertas
circunstancias altamente inusuales para los seres humanos —al fin y al cabo,
no tenemos el hábito de viajar a velocidad cercana a la de la luz—
simplemente no da la respuesta correcta; no es acorde con las observaciones
de la naturaleza. La relatividad especial y general son indistinguibles de la
física newtoniana en su campo de validez, pero hacen predicciones muy
diferentes —predicciones en excelente acuerdo con la observación— en esos
otros regímenes (alta velocidad; fuerte gravedad). La física newtoniana
resulta ser una aproximación a la verdad, buena en circunstancias con las que
tenemos una familiaridad rutinaria, mala en otras. Es un logro espléndido y
justamente celebrado de la mente humana, pero tiene sus limitaciones.
Sin embargo, de acuerdo con nuestra comprensión de la falibilidad
humana, teniendo en cuenta la advertencia de que podemos acercarnos
asintóticamente a la verdad pero nunca alcanzarla del todo, los científicos
están investigando hoy regímenes en los que pueda fallar la relatividad
general. Por ejemplo, la relatividad general predice un fenómeno asombroso
llamado ondas gravitacionales. Nunca se han detectado directamente. Pero, si
no existen, hay algo fundamentalmente erróneo en la relatividad general. Los
pulsares son estrellas de neutrones que giran rápidamente, cuyos períodos de
giro pueden medirse ahora con una precisión de hasta quince decimales. Se
predice que dos pulsares muy densos en órbita uno alrededor del otro irradian
cantidades copiosas de ondas gravitacionales... que con el tiempo alterarán
ligeramente las órbitas y los períodos de rotación de las dos estrellas. Joseph
Taylor y Russell Hulse, de la Universidad de Princeton, han usado este
método para comprobar las predicciones de la relatividad general de un modo
totalmente nuevo. Según sus hipótesis, los resultados serían inconsistentes
con la relatividad general y habrían derribado uno de los pilares principales
de la física moderna. No sólo estaban dispuestos a desafiar la relatividad
general, sino que se los animó a hacerlo con entusiasmo. Al final, la
observación de pulsares binarios da una verificación precisa de las
predicciones de la relatividad general y, por ello, Taylor y Hulse recibieron
conjuntamente el Premio Nobel de de Física en 1993. De modos diversos,
otros muchos físicos ponen a prueba la relatividad general: por ejemplo
intentando detectar directamente las elusivas ondas gravitacionales. Confían
en forzar la teoría hasta el punto de ruptura y descubrir si existe un régimen
de la naturaleza en el que empiece a no ser sólido el gran avance de
comprensión de Einstein.
Esos esfuerzos continuarán siempre que haya científicos. La
relatividad general es ciertamente una descripción inadecuada de la
naturaleza a nivel cuántico, pero, aunque no fuera así, aunque la relatividad
general fuera válida en todas partes y para siempre, ¿qué mejor manera de
convencernos de su validez que con un esfuerzo concertado para descubrir
sus errores y limitaciones?
Esta es una de las razones por las que las religiones organizadas no
me inspiran confianza. ¿Qué líderes de las religiones principales reconocen
que sus creencias podrían ser incompletas o erróneas y establecen institutos
para desvelar posibles deficiencias doctrinales? Más allá de la prueba de la
vida cotidiana, ¿quién comprueba sistemáticamente las circunstancias en que
las enseñanzas religiosas tradicionales pueden no ser ya aplicables? (Sin duda
es concebible que doctrinas y éticas que funcionaron bastante bien en tiempos
patriarcales, patrísticos o medievales puedan carecer absolutamente de valor
en el mundo tan diferente que habitamos.) ¿En qué sermón se examina
imparcialmente la hipótesis de Dios? ¿Qué recompensas conceden a los
escépticos religiosos las religiones establecidas... o a los escépticos sociales y
económicos la sociedad en la que navegan?
La ciencia, apunta Ann Druyan, siempre nos está susurrando al oído:
«Recuerda que eres nuevo en esto. Podrías estar equivocado. Te has
equivocado antes.» A pesar de toda la prédica sobre la humildad, me gustaría
que me enseñasen algo comparable en la religión. Se dice que las Escrituras
son de inspiración divina, una frase con muchos significados. Pero ¿y si han
sido fabricadas simplemente por humanos falibles? Se da testimonio de
milagros, pero ¿y si en lugar de eso son una mezcla de charlatanería, estados
de conciencia poco familiares, malas interpretaciones de fenómenos naturales
y enfermedades mentales? No me parece que ninguna religión
contemporánea y ninguna creencia de la «Nueva Era» tenga en cuenta
suficientemente la grandeza, magnificencia, sutileza y complicación del
universo revelado por la ciencia. El hecho de que en las Escrituras se hallen
prefigurados tan pocos descubrimientos de la ciencia moderna aporta
mayores dudas a mi mente sobre la inspiración divina.
Pero, sin duda, podría estar equivocado.
---ooo---
Vale la pena leer los dos párrafos que siguen, no para entender la
ciencia que describen sino para captar el estilo de pensamiento del autor. Se
enfrenta a anomalías, paradojas aparentes en física; «asimetrías», las llama.
¿Qué podemos aprender de ellas?
Es sabido que la electrodinámica de Maxwell —tal y como se entiende
actualmente— conduce a asimetrías que no parecen inherentes a los
fenómenos, cuando se aplica a cuerpos en movimiento. Tómese, por ejemplo,
la acción electromagnética dinámica recíproca entre un imán y un conductor.
El fenómeno que aquí se observa depende únicamente del movimiento
relativo entre el conductor y el imán, mientras que la visión habitual establece
una bien definida distinción entre los dos casos en que uno u otro de esos
cuerpos está en movimiento. Ya que si el imán está en movimiento y el
conductor en reposo, aparece en los alrededores del imán un campo eléctrico
con una cierta energía definida, que produce una corriente en aquellos lugares
donde se sitúan partes del conductor. Pero si el imán está estacionario y el
conductor en movimiento, no surge ningún campo eléctrico en los
alrededores del imán. Sin embargo, en el conductor encontramos una fuerza
electromotriz, para la que no existe la energía correspondiente, pero que da
lugar —suponiendo que el movimiento relativo sea el mismo en los dos casos
discutidos— a corrientes eléctricas de la misma dirección e intensidad que las
producidas por las fuerzas eléctricas en el caso anterior.
Ejemplos de este tipo, junto a los intentos que sin éxito se han
realizado para descubrir cualquier movimiento de la Tierra con respecto al
«éter», sugieren que los fenómenos de la electrodinámica lo mismo que los
de la mecánica no poseen propiedades que corresponden a la idea del reposo
absoluto. Más bien sugieren que, como se ha demostrado en el primer orden
de pequeñas cantidades, serán válidas las mismas leyes de electrodinámica y
óptica para todos los marcos de referencia en que sean aplicables las
ecuaciones de mecánica.
¿Qué intenta decirnos aquí el autor? Más adelante trataré de explicar
los antecedentes. De momento, quizá podemos reconocer que el lenguaje es
ahorrativo, cauto, claro y sin un ápice más de complicación que la necesaria.
No es posible adivinar a primera vista por la redacción (o por el poco
ostentoso título: «Sobre la electrodinámica de los cuerpos en movimiento»)
que este artículo representa la llegada crucial al mundo de la teoría de la
relatividad especial, la puerta del anuncio triunfante de la equivalencia de
masa y energía, la reducción de la presunción de que nuestro pequeño mundo
ocupa algún «marco de referencia privilegiado» en el universo, y en varios
aspectos diferentes un acontecimiento que marca una época en la historia
humana. Las palabras que abren el artículo de 1905 de Einstein son
características del informe científico. Su aire desinteresado, su
circunspección y modestia son agradables. Contrastemos su tono contenido,
por ejemplo, con los productos de la publicidad moderna, discursos políticos,
pronunciamientos teológicos autorizados... o, por qué no, con la propaganda
de la solapa de este libro.
Nótese que el informe de Einstein empieza intentando extraer un
sentido de unos resultados experimentales. Siempre que sea posible, los
científicos experimentan. Los experimentos que se proponen dependen a
menudo de las teorías que prevalecen en el momento. Los científicos están
decididos a comprobar esas teorías hasta el punto de ruptura. No confían en
lo que es intuitivamente obvio. Que la Tierra era plana fue obvio en un
tiempo. Fue obvio que los cuerpos pesados caían más de prisa que los ligeros.
Fue obvio que algunas personas eran esclavas por naturaleza y por decreto
divino. Fue obvio que las sanguijuelas curaban la mayoría de las
enfermedades. Fue obvio que existía un lugar que ocupaba el centro del
universo, y que la Tierra se encontraba en ese lugar privilegiado. Fue obvio
que hubo un sistema de referencia en reposo absoluto. La verdad puede ser
confusa o contraria a la intuición. Puede contradecir creencias profundas.
Experimentando, llegamos a controlarla.
Hace muchas décadas, en una cena, se pidió al físico Robert W.
Wood que respondiera al brindis: «Por la física y la metafísica.» Por
«metafísica» se entendía entonces algo así como la filosofía, o verdades que
uno puede reconocer sólo pensando en ellas. También podían haber incluido
la pseudociencia.
Wood respondió aproximadamente de esta guisa: El físico tiene una
idea. Cuanto más piensa en ella, más sentido le parece que tiene. Consulta la
literatura científica. Cuanto más lee, más prometedora le parece la idea. Con
esta preparación va al laboratorio y concibe un experimento para
comprobarlo. El experimento es trabajoso. Se comprueban muchas
posibilidades. Se afina la precisión de la medición, se reducen los márgenes
de error. Deja que los casos sigan su curso. Se concentra sólo en lo que le
enseña el experimento. Al final de todo su trabajo, después de una minuciosa
experimentación, se encuentra con que la idea no tiene valor. Así, el físico la
descarta, libera su mente de la confusión del error y pasa a otra cosa.6
La diferencia entre física y metafísica, concluyó Wood mientras
levantaba su vaso, no es que los practicantes de una sean más inteligentes que
los de la otra. La diferencia es que la metafísica no tiene laboratorio.
---ooo---
6 Como lo expresó el físico Benjamín Franklin: «En el curso de esos experimentos, ¿cuántos
bellos sistemas construimos que pronto nos vemos obligados a destruir?» Al menos, pensaba
Franklin, la experiencia bastaba para «ayudar a hacer un hombre humilde de un vanidoso».
Para mí, hay cuatro razones principales para realizar un esfuerzo
concertado que acerque la ciencia —por radio, televisión, cine, periódicos,
libros, programas de ordenador, parques temáticos y aulas de clase— a todos
los ciudadanos. En todos los usos de la ciencia es insuficiente —y
ciertamente peligroso— producir sólo un sacerdocio pequeño, altamente
competente y bien recompensado de profesionales. Al contrario, debe hacerse
accesible a la más amplia escala una comprensión fundamental de los
descubrimientos y métodos de la ciencia.
• A pesar de las abundantes oportunidades de mal uso, la ciencia puede ser el
camino dorado para que las naciones en vías de desarrollo salgan de la
pobreza y el atraso. Hace funcionar las economías nacionales y la civilización
global. Muchas naciones lo entienden. Ésa es la razón por la que tantos
licenciados en ciencia e ingeniería de las universidades norteamericanas —
todavía las mejores del mundo— son de otros países. El corolario, que a
veces no se llega a captar en Estados Unidos, es que abandonar la ciencia es
el camino de regreso a la pobreza y el atraso.
• La ciencia nos alerta de los riesgos que plantean las tecnologías que alteran
el mundo, especialmente para el medio ambiente global del que dependen
nuestras vidas. La ciencia proporciona un esencial sistema de alarma.
• La ciencia nos enseña los aspectos más profundos de orígenes, naturalezas y
destinos: de nuestra especie, de la vida, de nuestro planeta, del universo. Por
primera vez en la historia de la humanidad, podemos garantizar una
comprensión real de algunos de esos aspectos. Todas las culturas de la Tierra
han trabajado estos temas y valorado su importancia. A todos se nos pone la
carne de gallina cuando abordamos estas grandes cuestiones. A la larga, el
mayor don de la ciencia puede ser enseñarnos algo, de un modo que ningún
otro empeño ha sido capaz de hacer, sobre nuestro contexto cósmico, sobre
dónde, cuándo y quiénes somos.
• Los valores de la ciencia y los valores de la democracia son concordantes,
en muchos casos indistinguibles. La ciencia y la democracia empezaron —en
sus encarnaciones civilizadas— en el mismo tiempo y lugar, en los siglos VII
y VI a. J.C. en Grecia. La ciencia confiere poder a todo aquel que se tome la
molestia de estudiarla (aunque sistemáticamente se ha impedido a
demasiados). La ciencia prospera con el libre intercambio de ideas, y
ciertamente lo requiere; sus valores son antitéticos al secreto. La ciencia no
posee posiciones ventajosas o privilegios especiales. Tanto la ciencia como la
democracia alientan opiniones poco convencionales y un vivo debate. Ambas
exigen raciocinio suficiente, argumentos coherentes, niveles rigurosos de
prueba y honestidad. La ciencia es una manera de ponerles las cartas boca
arriba a los que se las dan de conocedores. Es un bastión contra el
misticismo, contra la superstición, contra la religión aplicada erróneamente.
Si somos fieles a sus valores, nos puede decir cuándo nos están engañando.
Nos proporciona medios para la corrección de nuestros errores. Cuanto más
extendido esté su lenguaje, normas y métodos, más posibilidades tenemos de
conservar lo que Thomas Jefferson y sus colegas tenían en mente. Pero los
productos de la ciencia también pueden subvertir la democracia más de lo
que pueda haber soñado jamás cualquier demagogo preindustrial.
Para encontrar una brizna de verdad ocasional flotando en un gran
océano de confusión y engaño se necesita atención, dedicación y valentía.
Pero si no ejercitamos esos duros hábitos de pensamiento, no podemos
esperar resolver los problemas realmente graves a los que nos enfrentamos...
y corremos el riesgo de convertirnos en una nación de ingenuos, un mundo de
niños a disposición del primer charlatán que nos pase por delante.
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Un ser extraterrestre recién llegado a la Tierra —si hiciera un examen
de lo que presentamos principalmente a nuestros hijos en televisión, radio,
cine, periódicos, revistas, cómics y muchos libros— podría llegar fácilmente
a la conclusión de que queremos enseñarles asesinatos, violaciones, crueldad,
superstición, credulidad y consumismo. Insistimos en ello y, a fuerza de
repetición, por fin muchos de ellos quizá aprendan. ¿Qué tipo de sociedad
podríamos crear si, en lugar de eso, les inculcáramos la ciencia y un soplo de
esperanza?

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